Yo mismo veo elefantes empapados de lluvia,
yo misma veo peces de colores nadando en charcos
que va dejando esta lluvia de oro,
están soportando la estrepitosa agua edulcorada
de dulces caramelos caídos
de un cielo abierto.
Y la tormenta no cesa los peces crecen y crecen
hasta que unas alas doradas que el agua las tiñó,
les hace volar.
Con las estrellas pálidas que las recoge en su regazo
y les susurra una canción que hace bailar a las melodías
que hablan de una princesa perdida en un país de algodón.
La llovizna no cesa,
cae de un firmamento de negras nubes,
que se abren cuando le doy besos al aire
y se inicia a los escritos caprichosos
de una pluma que no duerme
por la estrechez de las humedades
que llena de moho los vasos bebidos.
Espera y espero,
agarrado de la mano desnuda,
eyaculada en el desarraigo de la pasión,
más otra mano aparece bajo
los hilos que caen
y que saben a miel.
Aprieta la mía
y mi llanto con gritos de epidermis se acaba,
me conduce por los senderos encharcados
donde nos espera los elefantes acaramelados,
pintados de azules azulados
que se asemejan a las estatuas vacías de carne,
aguardan salir de su cárcel de cristales índigos
y balcones airosos de color esmeralda
en un mundo adorado que siempre soñé
con los prados verdes, las rosas de colores,
mi agua añil,
esa consolada lluvia que tanto esperaba
en esos sueños sobrecogidos
en los símbolos que abrazamos
en los labios brotados de rocíos exuberantes de carmesí,
esperando que los besemos,
acudiendo los peces de testigo,
alumbrados por las lamparas encendidas
y la luna sonriente al vernos pasar entre la hierba mojada.
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